viernes, 5 de febrero de 2021

CLAMOR (cuento de terror por Ani Carmona)

 

Leonor se mudaba de nuevo. A su madre le encantaba la restauración, así que su predilección por las casas antiguas empujaba a la familia a llevar una vida más bien nómada. Era la primera noche que dormían allí y, como siempre, su madre le había dejado una pequeña bombilla encendida para espantar todos sus miedos. Cada vez que se cambiaban de casa le costaba conciliar el sueño.

Muchas veces durante la noche, y en casas diferentes, había escuchado ruidos, visto sombras y sentido voces. Por eso, en esta ocasión, se tapó muy bien con las colchas procurando no ver ni oír nada. Sin embargo, la voz que provenía desde el fondo de la rejilla del baño, no cesaba. No lo hacía, aún cuando trataba de pensar en otra cosa y hasta cantaba bajito para ver si con su propia canción de cuna, lograba  que viniera Morfeo a salvarla. Y como no pudo acallarla, decidió interesarse por ella, por eso de que “si no puedes vencerlos, únete a ellos”. Fue al baño y apoyó la oreja sobre la rejilla. Se oía claro, desesperado y sin pausa, una y otra vez: - ¡Déjenme salir, déjenme salir, déjenme saliiiiiiiir!

Leonor corrió a la habitación de su madre y la sacudió fuertemente para que se despertara. Luego de un rato, mamá Graciela, abrió los ojos y a regañadientes, le preguntó a su hija:

-          ¿Qué sucede, Leonor? Estoy agotada…

-          Hay alguien encerrado debajo del piso, escucho una voz de una mujer que pide que la dejen salir. ¡Vení por favor, vení que quiero ayudarla!

-          Bien, pero como sean de nuevo tus miedos…

La voz desde abajo de la rejilla, no se escuchaba más cuando llegaron, por lo cual, y basada en anteriores experiencias, Leonor aceptó, muy avergonzada, que seguramente, sus nervios le estaban jugando una mala pasada. Y como su madre estaba tan ocupada con la restauración de esta gran mansión que le vendiera un anticuario coleccionista, no se atrevió a molestarla más con el tema.

Pero la voz seguía noche a noche, pidiendo ayuda. A Leonor se le encogía el corazón, no lograba dormir y terminaba corriendo hasta el baño e intentaba hablar con la víctima, sin éxito. “Alguien está encerrado en el sótano y no lo está pasando muy bien. ¿O será un fantasma?” Leonor perdió el apetito y la tristeza se adueñó de ella. Por eso sus amigos  Jorge y Javier, decidieron acompañarla cuando transcurría la segunda semana de luchar con ese lamento. Bajaron al sótano muñidos con una potente linterna, los pasos de los tres amigos crujían al pisar las vetustas escaleras y el olor a humedad y encierro se hacía insoportable. Minuciosamente, pasaron la luz, por todo el recinto y cuando ya creían que no había nada ni nadie, la vieron: Una gran jaula de alambres herrumbrados y piso de latón, pendía de una viga baja mientras se balanceaba; albergaba un pájaro verde, azul y amarillo, con pico negro de gancho y plumaje crispado; estaba medio dormido y medio despierto y cuando el foco lo encontró comenzó a repetir su conocido mantra: - ¡Déjenme salir, déjenme salir, déjenme saliiiiiiiir!  Desplegaba las alas, saltaba de su columpio hasta el borde de su jaula, y provocaba tal alboroto y movimientos pendulares en su calabozo, que los niños salieron corriendo del lugar.

-          ¡Pobre animalito! ¿Quién lo habrá puesto en el sótano y quién lo cuida y le da de comer cada día? – se preguntaron.

-          Propongo iniciar una investigación por el barrio y hacer guardia en la puerta del sótano para descubrir al culpable de tan atroz hecho. Como defensores de los derechos de los animales, no podemos permitir que esto quede impune.

Pasaban los días y nada, nadie les daba respuestas convincentes; pasaban las noches y la voz continuaba. Los niños no se animaban a entrar de nuevo al lugar y menos que menos a liberar al pájaro.

Una noche cesaron las quejas y un silencio de ultratumba ocupó el espacio. Leonor estaba más asustada aún que cuando sentía los gemidos, tanto que se pasó a dormir a la cama de su madre. Al día siguiente, la cuadrilla de obreros destinada a restaurar el sótano, abrió la puerta y bajó por la desvencijada escalera que cedió ante el peso de los hombres y sus herramientas. Leonor los observaba desde cerca conteniendo la respiración. “Lo verán, encontrarán al pájaro”, pensaba y esperaba mientras escuchaba el sonido de los golpes de demolición y el silbido penetrante de la sierra eléctrica. Caían las vigas, volaba el polvillo y sonaban las voces de los albañiles. Lo que no se sabía es qué había pasado con el papagayo sufriente ni con su cruel carcelero. Sin embargo, muchos animales embalsamados, viejos y descascarados, comenzaron a llenar los contenedores de la obra de refacción.

Una mañana, cuando ya Leonor casi se olvidaba del hecho y dormía sola en su cuarto, despertó ante el grito de la mucama proveniente del cuarto de su madre. Corrió a ver qué sucedía y cuánta fue su sorpresa al ver la escena: La cabeza de Graciela colgaba del borde de la cama, sus ojos estaban abiertos y su gesto había quedado congelado por el horror, en un rictus de espanto. Su sangre corría por el piso creando un riacho hacia la rejilla abierta del baño. El cuello mostraba heridas punzantes muy profundas y por la habitación, plumas verdes, azules y amarillas, se esparcían por doquier, algunas aún volaban por la brisa de la mañana que se filtraba por la ventana semi-abierta.

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